jueves, 8 de noviembre de 2007

I was a surfer girl

La relación que cada uno tiene con la plancha es una cosa muy personal. Y la mía ha pasado del amor al odio en unos años. Hoy, la casilla de planchar la relleno con aquellos de “en excedencia”: ya nunca plancho, me planchan.

Mi última experiencia fue dejar unos pantalones “de tejido mixto” brillantes como el sol después de quemar toda la lycra y salvar el algodón. Pero también había inutilizado aparatos (en plural) planchando sobre chicle y cera (las dos en días distintos). Un día, como gesto de buena voluntad, me ofrecí a mi madre para echarle una mano y me dejó planchar una corbata que dejé calcinada.

El punto de inflexión fueron las dos quemadas que me hice hace diez años en el brazo, aún presentes, que parecen el fruto de un largo historial de suicidios. Un desastre.

Antes de esto (o sea, antes de que la enchufara a la corriente y se empezara a desprender calor), mi relación con el mundo de la plancha era impresionante. Me encantaba: desplegaba “la burra”, la mesa de planchar, en la terraza, me concentraba para oir el mar allà a lo lejos y luego, con la ayuda de un taburete me subía encima.

Aquello era surfear, me sentía Duke Kahanamoku, y, ¡por la gran ola! , que nunca dejé escapar ni una.

Por eso, cuando mi hermano me pidió permiso para cambiar la báscula fashion de cristal que le regalé por Navidad (junto a una nota “si te engordas más la acabarás reventando. Feliz 2007”) por una plancha, le dije “Tranquil tete, I was a surfer girl, too”.

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